Huayna Picchu
por Xánath Caraza
Esa mañana, hace ya diez años, tenía planeado llegar
hasta Machu Picchu y así lo hice. Salí de Cusco, la bella, como yo le puse,
aunque en realidad significa el ombligo del mundo en quechua. De Cusco recuerdo claramente el color de la
tierra. Un rojo ocre que cuando llovía parecía que se convertía en sangre. Pues,
salí de Cusco en tren rumbo a Aguas Calientes. Para mi sorpresa, en lugar de
seguir subiendo íbamos en descenso hacia la zona montañosa donde se encontraba
Machu Picchu. Aguas Calientes era simplemente un pueblo de paso. Como muchos de
los pueblos de paso que se forman por necesidad. Busqué el albergue de
mochileros en el que tenía una reservación y, al otro día, muy temprano por la
mañana salí con un grupo de extranjeros rumbo a Machu Picchu.
Quería comérmelo entero. Era literalmente como estar
en una postal de viaje. Buscaba con entusiasmo el punto clásico donde la mayor
parte de las fotografías son tomadas y que, al fondo de éstas, se ve una
montaña. Por fin lo encontré y tomé una de mis fotografías favoritas de todos
mis viajes, abajo la ciudad de Machu Picchu resguardada por el Huayna Picchu y
yo delante. Luego la puerta de entrada a
tan mágica ciudad. Mi cuerpo empezó a temblar cuando mis manos se posaron por
primera vez sobre las piedras perfectamente cortadas que formaban paredes que
aún se mantienen en pie después de más de cinco siglos.
Pasé horas recorriendo Machu Picchu. Era como estar en
un sueño, recorrer semejante monumento incaico. Caminé tan lentamente como pude
en ese exquisito lugar. Quería grabar en mi mente cada uno de los espacios de
esa ciudad Inca en medio de las montañas. Me senté al lado de la piedra sagrada,
intihuatana, tratando de ser lo más respetuosa que pude. Traté de imaginar la
vida cotidiana, el ir y venir de la gente, sus palabras, su ropa, sus
plegarias.
El corazón me palpitaba con grande emoción. Estaba en
una de esas ciudades perdidas, casi mitológicas de una cultura indígena
americana. No me cabía el corazón de alegría, sonreía para mis adentros mi
logro. La vista frente a mí era inmensa, montaña tras montaña, verde sobre
verde, infinitas nubes y, a lo lejos, el fragor del río Urubamba. Con
ingenuidad deseaba que un cóndor apareciera de la nada y volara frente a mí. No
sucedió pero la pura evocación de la imagen de esa ave majestuosa me hacía
soñar aún más.
Ya avanzado el día, decidí que subiría el Huayna
Picchu. Fue un plan de última hora que no tenía contemplado. La ascensión fue relativamente fácil, un
camino ancestral perfectamente delineado para otros viajeros como yo. El premio
fue la cima y su superficie de rocas que en algún momento, en algún siglo,
fueron lava volcánica. Un mar de nubes me rodeaba y la temperatura del viento
cortaba la piel. Era como estar en un sueño más profundo con el rugir de las aguas
turbulentas del Urubamba. Me aventuré hasta donde pude y disfruté de la vista
del vacío. Belleza en blanco y negro, en roca y en nube, en fría niebla.
Regresé a Machu Picchu renovada y con un doble
respeto. Qué manos tan fuertes y estrategas, tan precisas pudieron diseñar tan
importante ciudad en medio de una falla volcánica que nunca ha causado reparos
en ésta. Perfectamente diseñada, perfectamente cortadas y acomodadas cada una
de sus piedras. Sueño en rocas, sueño en verde, sueño de nubes, susurro de
agua.
Estuve hasta que cerraron el lugar. Regresé caminando
a Aguas Calientes, camino en zig-zag de bajada. Ya por la noche fui a las aguas
termales, me relajé en ellas, y una tras otra de las imágenes del día me
asaltaron la memoria como una proyección cinematográfica. Sin darme cuenta me
quedé dormida y desperté porque ya entrada la noche sentí frío en los brazos. Como
pude regresé a mi cuarto en el albergue de mochileros. Dormí hasta muy entrada
la mañana.
Un día después regresé a Machu Picchu con más calma,
volví a recorrer toda la ciudad y regresé a la intihuatana. Con respeto me
acomodé a un lado y saqué mi cuaderno de notas. Empecé a escribir lo que pude,
nada me distraía, era mi tributo a ese lugar, mi palabra sagrada. Solo el
aletear de un ave, que no quise voltear a ver, me detuvo en seco, no quise alzar
la vista para no espantarlo. Sabía que era el aleteo de un cóndor, nunca había
experimentado un aleteo y sombra tan extraordinaria. No me moví, solo dejé de
escribir para que su vuelo se hiciera uno conmigo. El ave voló en círculos
sobre mí, sentía su aleteo y veía su sombra, por un momento pensé que me
pudiera atacar. No lo hizo. Se alejó sin darme cuenta, simplemente ya no
estaba. Retomé la última línea con renovada fuerza y seguí escribiendo mi canto
sagrado. La vista de las montañas frente a mí era interminable, verde sobre
inmenso verde, nube sobre inagotable nube, montaña tras infinita montaña,
furiosa agua del Urubamba.
Huayna Picchu
By Xánath Caraza
Translated by
Sandra Kingery
That morning, ten
years ago now, I was planning on reaching Machu Picchu, and I did just that. I
left Cuzco, the beautiful, as I call it, even though it actually means the
belly-button of the world in Quechua. What I remember clearly about Cuzco is
the color of the earth. A red ochre that seemed to turn to blood when it
rained. So, I left Cuzco on a train headed for the village of Aguas Calientes.
To my surprise, instead of going further up, we descended toward the
mountainous zone where Machu Picchu was found. Aguas Calientes was simply a
crossroads, similar to other crossroads that spring up out of necessity. I
looked for the backpackers’ hostel where I had my reservation, and very early
the next morning, I set out with a group of foreigners headed for Machu Picchu.
I wanted to devour
it in its entirety. It was literally like being in a postcard. I searched
excitedly for the classic spot where most of the photos are taken, photos where
you can see a mountain in the background. I finally found it and took a photo
that’s one of my favorites from any of my travels: down below, the city of
Machu Picchu sheltered by Huayna Picchu, and me in front. Then the entrance to
that magical city. My body began to tremble when my hands first rested on the
perfectly cut rocks that formed walls which are still standing after more than
five centuries.
I spent hours
exploring Machu Picchu. It was like being in a dream, crisscrossing that
amazing Incan monument. I walked as slowly as I could in that exquisite place.
I wanted to engrave in my mind every corner of that Incan city surrounded by
mountains. I sat next to the sacred stone, the Intihuatana, trying to be as
respectful as possible. I tried to imagine daily life, the comings and goings
of the people, their words, their clothing, their prayers.
My heart was
beating with great excitement. I was in one of those lost, almost mythological
cities from an indigenous American culture. My heart was bursting with joy,
fulfilling that goal made me smile inside. The view in front of me was immense,
mountain after mountain, green on top of green, infinite clouds and, in the
distance, the roar of the Urubamba River. Naively, I wished that a condor would
appear out of nowhere and fly in front of me. It didn’t happen, but merely
evoking the image of that majestic bird made me dream even more.
When I decided to
climb Huayna Picchu, it was already late in the day. It was a last-minute plan
which I hadn’t thought about earlier. The ascent was relatively easy, an
ancestral path that was perfectly designed for other travelers like me. The
payoff was the peak and its surface of rocks that at some point, in some
century, were volcanic lava. A sea of clouds encircled me, and the temperature
of the wind bit my skin. It felt like a deeper dream with the roar of the Urubamba’s
turbulent waters. I ventured as far out as I could and enjoyed the view of the
void. Beauty in black and white, in rock and cloud, in cold fog.
I returned to
Machu Picchu renewed, my respect multiplied. Such strong, strategic hands, such
precision, to design such an important city within volcanic fault lines that
have never caused it any damage. Perfectly designed, each one of its rocks
perfectly cut and placed. A dream in rocks, dream in green, dream of clouds, whisper
of water.
I was there until
they closed. I walked back to Aguas Calientes, the path zig-zagging down. After
nightfall, I went and relaxed in the hot springs, and the images from the day
stormed my memory one after another like the projection of a movie. I fell
asleep without meaning to and woke up halfway through the night because my arms
had gotten cold. I returned as best I could to my room in the backpackers’
hostel. I slept until very late in the morning.
I returned to
Machu Picchu with more time a day later. I explored the entire city again and
went back to the Intihuatana. I settled down to one side of it with respect and
pulled out my notebook. I began to write whatever I could, nothing distracted
me, it was my tribute to that place, my sacred word. The flapping of the wings
of a bird, which I didn’t turn to see, was the only thing that stopped me; I
didn’t want to look up and startle it. I knew it was the sound of a condor, I
had never experienced such an extraordinary shadow or wingbeat. I didn’t move,
I simply stopped writing to allow its flight to merge with me. The bird flew in
circles above me, I could feel its flapping and see its shadow, it crossed my
mind that it might attack me. It didn’t. It flew away before I realized, it
simply wasn’t there any longer. I returned to my last line with renewed
strength and continued writing my sacred song. The view of the mountains before
me was endless, green over immense green, cloud over boundless cloud, mountain
upon infinite mountain, furious water of the Urubamba.
“Huayna
Picchu” is included in Metztli (Editorial Capítulo Siete, 2018)
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