Los cocodrilos por Xánath Caraza
El verdadero problema fueron los cocodrilos. Los tiburones que llegaron hace
veinte años, quién sabe de dónde, los fueron pescando uno a uno los valientes
pescadores de Burano. Los mandaron a llamar, más por la fama de sus abuelos que
la propia. Se hicieron fotos con los tiburones colgando y los arpones que
sirvieron más de adorno que de otra cosa. Los cocodrilos sí fueron un problema:
de pronto las mascotas, las más pequeñas, y algunos gatos callejeros, adoptados
por las casas frente al canal grande de Murano, empezaron a desaparecer.
Las sospechas comenzaron cuando una señora que
caminaba con su perrita muy temprano en la mañana la soltó y la perrita
curiosa, sin saber que sería la última vez que lo hiciera, se asomó al canal,
atraída por el inusual movimiento del agua. La señora, sin preocuparse, se dio
la vuelta para fumarse un cigarro, como lo hacía usualmente, y ver unos
collares de cristal rojo en uno de los tantos aparadores muy cerca del museo. La
perrita nunca apareció. La señora se cansó de llamarla, no dejó de fumar pero
la pequeña, Zucchini, así se llamaba, nunca apareció.
Primero sospecharon de unos corredores americanos que
recién habían llegado a la isla de Murano. Ya se daban a conocer por sus
recorridos matutinos en la isla. La policía los interrogó y nunca encontraron
ni rastro de la Zucchini.
Luego vino el agua alta en luna llena y ese sí fue un
verdadero problema. Los cocodrilos, ya más acostumbrados al terreno, conociendo
las costumbres de las personas, empezaron a caminar junto al canal. A veces,
como buenos cocodrilos, se quedaban entre los botes y solo se percibían sus dos
ojos brillantes. La gente primero pensó que eran luciérnagas rojas pero se desaparecían
de repente y, luego, volvían a aparecer en medio del canal. Otras veces se
veían un montón de lucecitas rojas en medio de la laguna, que siempre se movían
de par en par. Luego los sonidos raros, casi como rugidos, por las noches.
Cuando llovía por veinticuatro horas seguidas, seguro se veían en la superficie
acechando a cualquier posible víctima, aunque fuera en plena luz del día.
El colmo fue cuando aparecieron los botes flotando a
la deriva en el gran canal de Murano.
Nunca hubo rastro de sangre. Nadie supo cómo le hicieron. La gente dejó
de andar cerca de los canales por la noche. Si lo hacían iban en grupos, de por
lo menos cuatro, y armados con escobas, resorteras, libros muy gruesos o lo que
encontraran por ahí. No faltaba quién sacara los arpones, medio oxidados de los
armarios de los abuelos.
La población de palomas y gaviotas empezó a decrecer
en Murano, eran los cocodrilos que se las iban comiendo poco a poco a falta de
carne humana. Nadie decía nada porque no querían que los turistas se
espantaran. Afortunadamente los turistas eran tantos que con el ruido que
hacían ahuyentaban a los cocodrilos. El problema era cuando alguno que otro se
quedaba hasta la medianoche, solo a esos, casi siempre se los tragaban los
cocodrilos; pero nadie decía nada y al otro día muy temprano los botes que
recogían la basura se apresuraban para barrer los sombreros o cámaras
fotográficas que quedaban como única prueba de su existencia. Solo se rumoraba
que los cocodrilos se habían comido a otro visitante pero nadie decía
nada.
Una noche, una señora, con cabello tan blanco como la
espuma del Adriático, que vivía frente al gran canal, quiso salvar a uno de
esos turistas desprevenidos que se quedó más allá de la medianoche tomando
fotografías –esa noche el calor y la humedad eran tan intensos que la mujer se
quedó sentada en la ventana-. Fue en el preciso momento cuando vio el ataque,
que prendió la luz y empezó a dar de gritos para espantar al cocodrilo. Le
tiró, desde su ventana, todo lo pudo alcanzar: una maceta con flores rosadas,
un florero de cristal rojo, un elefante de metal. Luces de otras casas se
prendieron, y solo algunos se atrevieron a salir a los balcones, para ver con
horror, cómo el pobre y solitario turista era arrastrado al canal. No había ni
rastro de sangre al otro día. Nadie dijo nada, ni una palabra del asunto, y la
señora, misteriosamente, fue llevada a un manicomio a la siguiente semana.
Todos se quedaron en silencio. Nadie dijo nada, ni una palabra.
Los cocodrilos han desaparecido. Ya se puede caminar
por las noches tranquilamente a lo largo del gran canal de la isla de Murano.
Eso es lo que rumora la gente. Ayer llovió todo el día y parte de la noche.
Esta mañana alguien encontró seis libros de poesía tirados cerca de un puente.
Eran libros de la biblioteca pública de la isla de Murano. Uno de los
vendedores de cristal, que se levantó muy temprano, los llevó de regreso a la
biblioteca y borraron con cuidado el registro de la poeta chicana que había ido
a Murano a pasar un verano para escribir un poemario. Nadie dijo nada. Ni una
palabra del asunto. Parece que los cocodrilos no se han ido del todo de la
isla.
(Isla de Murano, Venecia, Veneto, Italia, 15 de junio
de 2015).
“Los cocodrilos” es parte de la colección de relatos
bilingües Metztli (2018)
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